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Trabajo en lo que quiero, estudié para ello. Mi filosofía de vida siempre estuvo encaminada en poder disfrutar durante las diez horas al día, al menos, en las que me pongo mi bata blanca, me lavo las manos, y me enfundo mi gorro y mi máscara. Han sido muchos éxitos, muchos premios, infinidad de seminarios donde mi palabra ha sido escuchada sin interrupción alguna. Vivo entre miradas de admiración y gestos de envidia de muchos colegas. Sin que la soberbia acuda a mi debo reconocer que mi vida sexual se ha mantenido en un nivel óptimo, soy un hombre bien parecido que, además, tiene éxito en la vida ¡Y nado en dinero! Debería estar contento y agradecido por todo. Y hasta hace un par de meses lo estaba ¡Pero desde el día que la oí sólo tengo un sonido en la cabeza! En mitad de una operación a corazón abierto oigo las notas carnales de su celo deslizándose, vibrando como lombrices, por debajo de mi piel. Actúo como un autómata, cortando fibras con necrosis, cosiendo los bypass, pero mi verdadero yo vuela hasta el ático B. Las operaciones terminan, las felicitaciones abundan, los monitores emiten sus agudos pitidos y alguna enfermera se acerca a mí, rozando su bata en mi espalda, con evidentes signos de admiración. Pero yo sólo quiero escucharla a ella. Quiero entrar en su piso otra vez y experimentar de nuevo lo que debe ser estar en el Cielo. Quiero, tan sólo, que me diga: “Calla, siéntate y observa“.

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