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Carta a una andaluza




Me salto esa regla del juego tácita que dice que, al principio, uno debe esperar respuesta ( en este caso en forma de mail ). ¿Para qué? Si ya lo dijo el señor Robert Allen Zimmerman: la respuesta está en el viento. En mi caso el viento sopla para compartir un momento de la noche contigo. Estaba repasando algún pps de excursiones y viajes ( no soy como tú, que quede claro. Me refiero al nomadismo ) y me he quedado con uno. Más que nada por la cercanía a ti y para enseñarte alguno de mis puntos de vista ( soy el gran hacedor de las fotos, que, por cierto, están faltas de píxeles ). Estaba en plenas fiestas de verano de mi pueblo, algo que me enerva de mala manera, y necesitaba huir. Me fui al párquing y me quedé un momento delante de mi carro. Nos miramos fijamente. ¿Qué pasa?, me dijo. No es por autoritario, pero no tolero los coches contestones. De manera que debía demostrar quién era el que llevaba las riendas. !Prepárate, te vas a enterar!, le contesté. Así que se la metí, le di al contacto, y no paramos de darle hasta llegar a Granada. Debo decir que estuve unos 600 kilómetros ( los que van de Tarragona a Murcia ) alimentando instintos depredadores y deseos enfermizos, por culpa de la imbecilidad humana, entercada en borrar la belleza de la faz de la Tierra a golpe de unir ladrillos con cemento. Antes una ardilla podía viajar desde Santander a Algeciras sin bajar de los árboles; ahora un inglés borracho puede despertarse en Lloret después de haber salido de su habitación en Benidorm, saltando de balcón a balcón. Estaba ya a punto de parar en alguna pirotecnia, y comprar los petardos más potentes para llevar a cabo una heroicidad suicida, cuando la carretera se desvió de la costa y me adentró hacia tierras andaluzas. Volví a creer en las buenas intenciones, en que no todos somos devoradores de ilusión. El paisaje se rehizo, el frescor asomo de nuevo, el espacio vital alargó su abrazo protector. Rozando Almería, atravesando la sierra de Jaén y, finalmente, entrando en Granada por el monte hasta llegar a la ciudad huérfana de estudiantes. Una ciudad semi-inconsciente, levantada por las obras, que intentaba escapar del sofocante calor trepando hacia la montaña. Y allí la vi por primera vez, en tres dimensiones, esperándome. Llamé a la amiga que me esperaba, me dijo la dirección, y mi GPS hizo lo demás. Cuando nos vimos, reconozco que soy un maleducado, ni tan siquiera la saludé. Mis palabras fueron: prométeme que mañana me llevas a La Alhambra... Sé que la realidad es mucho más prosaica , es cierto que el panorama rojizo domina, pero, si yo tuviera poder , en mi diccionario la palabra Alhambra significaría agua fresca. De ahí que, querido Bob, la respuesta no está en el viento... está en el agua.


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