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CARPANTA


Llevo demasiados días a pan y agua. La distorsión de mis percepciones sensoriales debe ser tomada como algo normal en estas circunstancias. Cuando se llega al límite del aguante el estímulo más nimio puede llegar a convertirse en el deseo más poderoso. Y yo estoy babeando! Tengo los ojos como pelotas de ping pong, me estoy clavando las uñas en la palma de la mano, y trago saliva como si de esto dependiera la hidratación de mis células.

Yo iba paseando tranquilamente. Neutro, estoico, decidido a dejarme arrastrar por el tedio. Me he acostumbrado a vivir en la inopia y a no divagar en busca de metas imposibles para alguien como yo. Vivo sin pensar. Voy caminando por la única senda verdadera paso a paso, eso sí, sin ninguna prisa. Quizás llegar sería lo mejor para mi, pero, al no saber qué me espera al otro lado, prefiero transitar con andante lento, reposado. Por eso, debido a la fuerza de los contrarios, cuando la he visto he experimentado la peor tormenta que nunca se haya desencadenado en mi interior. Me río yo de los tornados de Arkansas.

Su piel dorada me ha parecido refulgir como la montaña de oro en la gruta de Alí-Babá. Me ha deslumbrado su brillo, la idea de su tersura me ha obnubilado. Sus pechugas firmes, turgentes, me han elevado a las puertas del séptimo cielo. Un temblor en aumento asciende desde la planta de mis pies, mis dientes castañetean como si me encontrara en pleno Polo, desnudo. Sus muslos describen una leve curva como la que dibuja el último tramo de la ruta del Paraíso. Dejando ver su hermoso final, pero avisando de que nada es fácil.

- Qué va a ser? – me pregunta el carnicero, con cara de desconfianza.
- A cuánto la perdiz? – respondo, frotándome las manos como el avaro de Molière.

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