Fuga Nocturna

Subimos de noche a la colina, cogidos de la mano, en silencio. El camino agreste no contrarrestaba en absoluto nuestra euforia. El aire era fresco y puro. Un silencio casi absoluto, sólo roto por el crepitar de alguna rama seca bajo nuestros pies, nos envolvía. A pocos metros de la cima un espectro ingrávido, con la complicidad de la nula luz de una Luna casi nueva, pasó rozando nuestras cabezas. “ Uhhh, Uhhhhh, Uhhhhh…”. Ella se agarró a mi brazo como un galeote a su remo. Por un momento la fuerza de su miedo arrebató la sensibilidad de mi mano, casi exangüe.

- Uauhhh – me quejé.
- Perdona – contestó, avergonzada.
- Es sólo un búho – musité, besando su mejilla.

En algún lugar de ese bosque un pequeño roedor huía por última vez. En alguna copa de un árbol unos polluelos de búho, vigilantes en su nido, confiaban en esta última huída. En multitud de últimas huidas.

Nos tumbamos de cara a las estrellas, mirando fijamente entre las constelaciones de Perseo y Casiopea. Y empezaron a caer. Como fuegos artificiales.
La vida se formó con una lluvia de fuego, pensé. Hermosa, violenta, casual. Ridiculizando cualquier logro humano con su indecente ceremonia de apertura. A cada bólido atravesando el firmamento mi mente se elevaba más y más. Como en un sucedáneo light de viaje astral. Me sentía ingrávido, sutil, con el poder de atravesar el cielo, iluminándolo con mi cola refulgente.
Me perdí en la nada hasta que ella, como siempre, me conectó de nuevo a la realidad. Su frase fue natural, sin ínfulas filosóficas. Pero desde que la oí no puedo sacármela de la cabeza.

- Suerte que no somos ratones – me dijo.