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El Puente


Cuenta la leyenda que Genaro Sinfé volvía a casa después de años de un exilio al que le obligó la hambruna que asolaba la región de Nocreas. Había tenido suerte, gracias al duro y cruel trabajo, y acarreaba un saco lleno de semillas y una bolsa llena de monedas. Su felicidad fue casi absoluta cuando divisó el esbelto campanario que, quizás a modo de bienvenida, empezó a resonar con el tañido reverberante de sus campanas de bronce. El castillo se alzaba, como siempre, vigilante, en la cima de la colina y sus estandartes amarillos y verdes ondeaban, amistosos, quizás como señal de la buena nueva. A cada paso, la postal que retenían sus retinas se transmutaba en pétrea realidad. Empezaron a llegarle los aromas olvidados, los olores que, a medida de atravesar diariamente su pituitaria, formaban parte de sus sensaciones cotidianas. Esas a las que no das importancia hasta que desaparecen de tu vida. Estaba tan cerca de la puerta principal de la muralla que ya llegaban hasta él las voces de los niños jugando en la plaza porticada, quizás algunos no habían oído hablar nunca de él. Y sólo le quedaba el último paso. Un paso real y uno alegórico. El puente! El puente que separaba el ayer extenuante del hoy gratificador. Genaro se dispuso a atravesarlo y, a cada paso, la euforia invadía su alma. Cuando llegó a la mitad, justo en el vértice donde termina la cuesta y asoma el descenso, se paró para observar el foso. Como si no hubiera pasado el tiempo! Los patos con su nadar errático fabricaban surcos ondulantes que iban a fallecer en la orilla, los peces de colores daban un toque de alegría a sus aguas opacas cuando emergían en busca de algún insecto incauto, unos mozalbetes intentaban rebotar piedras al otro lado, un poco más allá… El tiempo parecía haberse parado, todo estaba en su sitio.
- Dónde vas, forastero?
Le cogió por sorpresa, despertándole de su paréntesis. Un viejo le sonreía, apoyado a unos metros de él. No había maldad en su rostro, ni cinismo en su gesto.
- Soy Genaro Sinfé. Marché hace unos años a buscar fortuna y vuelvo a mi hogar, por fin, después de haberla encontrado. Al fin vuelvo a casa.
- Si Dios quiere! – contestó el viejo, amablemente.
Genaro calló y se dirigió a la puerta de la muralla después de despedirse del anciano con un gesto casi imperceptible. Cuando acababa de atravesar el puente, ya a pocos metros de la entrada, se paró y dijo susurrando: “Tanto si Dios quiere como si no quiere… “
La leyenda popular cuenta que, después de hablar así, Genaro se encontró, de golpe, nadando en la fosa, como un pato más. La venganza divina, no contenta con alejarlo de casa, de separarlo de los suyos, de tenerle años a pan y agua , trabajando como un mulo, para ahorrar lo suficiente, se había cebado en él por un pequeño momento de soberbia. Por una frase innocua, farfullada en un momento de euforia. Por esta misma frase, su mujer, y sus hijos, seguirían pasando hambre, sólo abastecidos por la miseria que conseguía su pobre esposa vendiendo su ajado cuerpo los días de feria. La venganza divina es terrible. Cuenta, también, la leyenda que, después de un par de años como ánade del foso, vio a un viajero llegar a la muralla. Fue nadando hasta el puente y oyó la pregunta que un tiempo atrás fue dirigida a su persona.
- Dónde vas forastero? – preguntó un viejo, quizás el mismo viejo.
- Vuelvo a casa – contestó el desconocido.
Nuestro pato Genaro no tuvo tiempo de avisar, ni de pensar para sí: si Dios quiere! Cuenta la leyenda que, si así hubiera sido, Genaro Sinfé habría sido perdonado y trasladado a las puertas de su casa. Pero no todo es malo, ahora Genaro, el pato Genaro, tiene a un compañero nuevo. Un buen ejemplar de pato.
Y…, no hay mal que cien años dure. La mujer de Genaro y la de Diego, el pato Diego, se conocieron en la calle. Y unieron sus esfuerzos para erigir una posada donde, aparte de buen vino y manjares, ofrecen sus servicios personales por un buen precio. Curiosamente, las dos son aficionadas a ir al foso a echar migas de pan a los patos. De ahí salió el nombre de la posada. Al principio, enfadadas con su triste destino, quisieron ponerle “ La venganza divina”, pero el prior de la abadía, un buen cliente, les aconsejó que lo desestimaran. Quemaríais demasiado bien en la pira, les dijo. Al final convinieron en grabar el nombre de “ Los patos del foso” en el tablón que cuelga del hierro de la pared.

PD.- La pregunta es: Nadie sacará al puto viejo del puente??

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